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No llores por mí Argentina

No llores por mí Argentina

Texto: Chiq


Era lunes. Mi reloj marcaba pasadas las 12. Yo estaba en la universidad. A pesar de que no tengo clases los lunes, había ido para ayudarle a una amigo a hacer un proyecto de multimedios: una animación. Llevaba poco más de una hora frente a la computadora editando las imágenes y acomodándolas de tal manera que se vieran bien en la animación. Cansado, salí de aquel salón para fumarme un cigarro, mientras mi amigo hacía la selección de música que acompañaría a la mentada animación. Afuera, en el frío, con el cigarro ya encendido, una llamada entró a mi celular. Era ella. Lo supe por su acento distintivo. Sabía que era ella.


—“¡Flaca! ¿Cómo estás?”

—“Bien gracias, ¿y vos?, ¿querés verme?”


Desde el sábado anterior habíamos quedado en salir a comer, en vernos por última ocasión antes de que ella regresara a Argentina. Eran las 12:30.

—“Claro que quiero verte. ¿Y tú?”

—“Mira, tené que ser ahora. Pasás por mí?”

—“¿Ahorita?”

—“Sí”

—“Llego en media hora, ¿está bien?”

—“OK, espero”

—“Bye”

—“Chau”

Mi pulso se aceleró. Tiré el cigarro —que ni siquiera había llegado a la mitad— y volví al salón. Apresuré a mi amigo y le di unas últimas instrucciones para que él terminara solo su proyecto. Me despedí y me fui.

Aquella llamada fue un catalizador. Tenía que apresurarme. Ya no podía ir a mi casa a cambiarme y a recoger la cámara fotográfica. Ya no había tiempo. Tenía que pasar por ella...

Toqué el timbre media hora después de aquella llamada telefónica. Ella salió tras unos minutos de espera. Me saludó con un beso chiquito y corto, como los que se dan las parejas cuando su relación lleva ya mucho tiempo. Quedé sorprendido.

—“Tenés que volverme a las 8. Debo terminar mi valija. ¿Está bien?

—“OK”, contesté, mientras pensaba: “¡pero si sólo vamos a comer!…”

Caminamos hacia la puerta del automóvil, siempre con mi mano en su cintura, en su diminuta cintura. En el camino hacia el restaurante hablé para hacer una reservación. Después charlamos sobre las estupideces que habíamos hecho el fin de semana. Ella había ido al Museo de Antropología —a aquel que no pude acompañarla el sábado—. Me dijo que le había gustado mucho. ¿Yo? Yo había salido con mis amigos después de verla el sábado. Estuvimos bebiendo y bailando hasta que el sol anunció el amanecer del domingo. Ese mismo día, me desperté muy tarde.

Todas esas tonterías nos decíamos mientras yo le tomaba la mano o la ponía debajo de su pierna, y admiraba de reojo sus jeans a la cadera, su playerita —remerita, como ella le llamaba— negra y cortita, y sus enormes ojos negros.

Llegamos al Aquavit. No había mucha gente. De hecho, sólo había un par de mesas ocupadas por hambrientos comensales. Una elegante mujer nos condujo hasta nuestra mesa. Pronto, llegó un mesero:

—“¿Algo de tomar?”, preguntó el mesero.

—“Quiero una whiscola. ¿Sabés qué es una whiscola?”

—“¿Whiskey con coca?”, respondí.

Ella sonrió cerrando los ojos.

—“Un whiskey con coca para ella y un Gibson para mí con ginebra Bombay, por favor”

—“¿El whiskey etiqueta negra?”

—“Sí, por favor”

Saqué los cigarros, le di uno a ella, tomé otro para mí, y los encendí. Mi mirada estúpida se perdió en sus ojos...

—“¿Qué?”, me preguntó.

—“Nada”, contesté. “No lo puedo creer”

—“¿Qué es lo que no podés creer?”

—“Que estés otra vez aquí, conmigo”

—“Bueno, pues creételo, que aquí estoy”

Me tenía atrapado. Me tenía atrapado desde que la vi bailando sola un viernes en Mama Rumba. Desde ese momento me conquistó. Se metió por mis ojos y se quedó en mi sangre y mi piel. Se lo dije. Se lo dije y ella solamente sonrió. Me dijo que le encantaba lo que escribía y que le encantaría que hiciera eso con ella. Eso, lo que le había escrito: que me encantaría escribir sobre su piel, inventar palabras y dejárselas grabadas en la espalda y el resto del cuerpo. Hacer de ella mi propio “Pillow Book”. Me dijo que no habría nada que le gustaría más que grabar ese recuerdo en su memoria. Se acercó y me besó. Esta vez fue un beso más largo. Le mordí los labios. Me mordió los labios. Me encanta morder los labios. Me gusta más que me muerdan los labios cuando me besan…

El mesero trajo las bebidas. Tomé la copa y brindé con ella.

—“¡Salud!”

Platicamos un rato más, en lo que terminábamos las bebidas y fumábamos un par de cigarros. Cuando terminamos las bebidas, el mesero nos dejó el menú. Ella pidió una ensalada de corazones de palmito y magret de pato. Yo ordené la misma ensalada, un filete de salmón y una botella de vino blanco francés.

La comida estuvo deliciosa. La conversación —y ella— lo estuvieron más. Pedimos postre, café y digestivos. Platicamos de todo en la larga sobremesa: de mis amigos, de su amiga, de su ex novio, de mi ex novia, de los mapas antiguos que le había comprado a su padre de regalo, del Museo de Antropología, de mis abuelos, del cortometraje que estoy por realizar, de que pronto dejaré México para irme a vivir a Amsterdam... Ambos estábamos ansiosos por irnos, así que pedí la cuenta y desaparecimos.

Los dos sabíamos lo que iba a suceder. Pero ninguno dijo nada. En el camino al hotel me maldije mentalmente por haber olvidado la cámara, el aceite para masajes, las burbujas para el jacuzzi... El tiempo no me lo había permitido. Pero si hubiera sido un poco más inteligente, tantito nomás, aquella experiencia habría sido exponencialmente intensa.

Llegamos al hotel. Pagué una villa con jacuzzi. Entró tímida a la habitación. La recorrió completa, tomada de mi mano, asombrándose por la amplitud y la decoración. Me dejó en la cama y entró al baño. Me acosté y me estiré para alcanzar el control remoto que estaba clavado en la pared. Encendí el televisor. Me quedé acostado, viendo mi reflejo en el espejo del techo. Sonreí estúpidamente. Sí, debo aceptar que hice un par de movimientos para imaginarme cómo se vería nuestro reflejo cuando ella estuviera encima de mí. Volví a sonreír...

Salió del baño y entré yo. Antes, nos dimos un beso. Yo había dejado corriendo el agua en el jacuzzi. Era sólo cuestión de minutos para que estuviera listo. Cuando salí del baño, la encontré acostada en la cama, cambiando con el control remoto los canales en el televisor. Me senté junto a ella. Apagó el televisor. Nos recostamos y nos abrazamos, y nos besamos como si nunca más nos volviéramos a ver. Ni ella ni yo lo sabemos, ni lo sabíamos. Tal vez por eso fue que nos besamos con tanta pasión. La ropa fue desapareciendo lentamente de nuestros cuerpos y fue apareciendo allá, aventada en el piso. Debo ser muy sincero en esto, también: era el cuerpo desnudo más hermoso y perfecto que había visto jamás. Delgada, firme —era la mente de una mujer dentro del cuerpo de una niña de 18 años—, alta, con la piel bronceada y suave, y con esas líneas blancas que indicaban lo diminuto que habría sido su bikini. Perfecta. Deliciosa.

Me perdí en su cuello. Descendí luego a su pecho. Hice círculos y letras con mi lengua. Mi nombre. Su nombre. Lunes. Mordí. Jugué con su ombligo y luego fui más abajo. Me perdí ahí. Me encanta estar ahí. La experiencia de tener sus muslos a ambos lados de mi cara y el delicioso paisaje que mis ojos veían no se puede comparar con nada. Estuve en ese rincón por más de quince minutos. Sentí cómo se retorcía, como respiraba, como disfrutaba tanto placer. El maldito jacuzzi fue el culpable de que no estuviera más tiempo ahí. Escuché que ya casi se llenaba, así que corrí a cerrar la llave y a echarle la botellita de baño de burbujas que regalan en la habitación. Encendí el motor de las burbujas y me metí. Ella se levantó de la cama, le pedí que tomara los cigarros y el encendedor, y entró lentamente —ayudada por mí— a aquel mar de burbujas.

—“Me encanta la espuma”, me dijo.

Así que se puso espuma sobre el cuerpo, escondiéndolo todo. Luego, me puso espuma a mí. Y ahí estaba yo, sonriendo estúpidamente, con un sombrero y barba de espuma, desnudo frente a ella, desnuda también. La acaricié y la besé. Nos quedamos abrazados un buen rato, mientras los dos asesinábamos cigarros...

Tiempo después, se volteó y me comenzó a besar. Sentí que me quería comer. Mordía. Mordía mucho. Y a mí me encantaba. Me mordió el cuello y los hombros, mordió mi pecho y mi abdomen. Después hundió su cara en el agua. Mis ojos se cerraron. No lo podía creer. Era su boca. SU BOCA. “¿Podrá alguien creerme esto?”, pensé. Me vale madres.

Sacó su cabeza del agua, riéndose y diciendo que sabía a “champú”. Yo también me reí. Nos abrazamos. Nos reímos. Nos besamos... Los dos estábamos ansiosos. Salí del jacuzzi, tomé una toalla y se la entregué. Después me sequé yo. Se veía más hermosa con el cabello mojado y con esas gotitas traviesas que recorrían su piel, bajando desde el cuello, pasando entre sus senos y perdiéndose en su adorable rosa negra. Fuimos a la cama...

Se acostó y yo me puse a su lado. Nos miramos. Nos acariciamos. Nos besamos. Después, me puse sobre ella. Y el viaje comenzó. Fue delicioso. Tenía sólo 18 años. Traté de ser cuidadoso, tierno, tal vez. La veía a los ojos, le besaba el cuello y le decía miles de cosas al oído, al tiempo que se lo mordía. Ella se reía o cerraba los ojos o simplemente respiraba. La volteé para que estuviera encima de mí. Volví a verme en el espejo del techo. Esta vez con ella encima. Volví a sonreír. “Pinche Chiq, cabrón, pinche Chiq”, pensé. No sé cómo, pero esperé a que ella explotara, a que terminara...

¡Ah!, qué diferente es estar con una niña que puede tener un orgasmo o que puede tenerlo sin hacer nada fuera de lo convencional para lograrlo. Después, terminé yo. Y mientras lo hacía, ella se acercó a mí y me abrazó fuerte, muy fuerte. Así nos quedamos un ratito. La besé y fui al baño. Revisé que todo estuviera bien y regresé a la cama. Ella la había destendido y se había metido dentro.


—“Tengo frío”, dijo.

Tomé mi pluma del buró y me metí a la cama con ella. Comencé a escribir en su piel. Su cuerpo se transformó en un cuaderno, en mi lienzo. Yo simplemente escribí. Empecé por aquellas delicadas partes de su piel que el sol de Acapulco no había bronceado. Después seguí en su estómago y terminé en su espalda. Firmé en su pie derecho y le obsequié la pluma. Me besó, dejó la pluma sobre el buró y me volvió a besar. Nos quedamos dormidos...

Una llamada a mi celular me despertó a las 9 de la noche. Ella y yo parecíamos dos cucharas, elle frente a mí y yo abrazándola. El teléfono sonaba. Recorrí la inmensa cama y contesté. Era Iván. Supongo que los mejores amigos siempre están pensando en sus mejores amigos. Al menos él lo estaba haciendo. Gracias a él desperté, porque de otra manera ambos nos habríamos quedado como cucharas hasta muy tarde. Colgué y me acerqué a ella.

—“Bonita, tenemos que irnos, ya es tarde”

—“No, esperá un momentito más”

—“Flaca, me quedaría toda la vida aquí contigo, pero debes regresar”

—“¿Qué hora tenés?”

—“Son las nueve”

—“No”

—“Sí flaca, anda, ven”


Mientras le decía eso, besaba su cuello y acariciaba su cabello y sus senos. Ella no quería despertar. No quería vestirse. No quería que nos fuéramos. Yo tampoco. Pero debía partir al día siguiente, y tenía que arreglar sus cosas. No había nada que pudiéramos hacer.

Nos vestimos rápidamente. Recorrí la habitación para asegurarme que no olvidábamos nada. Nada encontré. Salimos de la habitación y le abrí la puerta del coche. Encendí el auto, abrí la puerta del garage, me subí al coche y salimos. Afuera estaba oscuro. Eran las 9:15. Ella debía estar a las 8. Ese mismo día el dólar había sido liberado en Argentina. No importaba. Estábamos juntos. Se veía feliz. Yo lo estaba aún más.

Fue increíble. El silencio dejó de ser incómodo. Mi mano encontró refugio perfecto debajo de su pierna. Se recargó sobre mí y así conduje hasta casa de su amiga. Estacioné el auto. Apagué el motor.

—“Chiquita, no quiero que te vayas”

—“Lo sé, yo tampoco quiero irme. ¿Por qué no me encontraste antes?”

—“No lo sé, por idiota, supongo”

—“No sos ningún idiota. Sos un amor”

—“Te voy a extrañar mucho, ¿sabes?”

—“Lo sé, lo sé. Yo también”

Nos besamos, nos tomamos de la mano y nos quedamos perdidos en una mirada. En esa mirada nos dijimos todo. Todo. Nos volvimos a besar y ella bajó del auto. Yo bajé también. Tocó el timbre de la casa. Esperó a que abrieran. Yo me subí al escalón de la entrada para estar a su altura. La abracé. La besé.

—“Te quiero mucho, chiquita. Me vas a volver loco”

—“Loco ya sos. Yo también te quiero y te voy a extrañar. Pensaré mucho en vos. ¡Me tenés que ir a visitar a Argentina!”

—“Sí, ya sé. Voy a tratar. Voy a hacer todo lo posible. Te voy a escribir.”

Bárbara, su amiga, abrió la puerta. Teníamos que despedirnos. Sus ojos brillaban: comenzó a llorar.

—“Te quiero, te quiero mucho.”

—“Yo también flaca. Ven.”

La abracé muy fuerte. Le dije cosas lindas al oído. Le sequé las lágrimas con mi mano.

—“No llores flaca. La vida da muchas vueltas. Piensa en lo lindo que fue.”

—“Por eso lloro, porque fue muy lindo y no me quiero ir.”

La volví a abrazar. Esta vez lo hice agarrándole el cabello y jalándoselo. La besé muchas veces. Le decía un “te quiero” entre cada beso. La tomé por la cintura y la acerqué a mí:

—“Volveré a buscarte. Aún tengo muchas palabras qué inventar y escribir sobre tu piel. No hemos terminado. Lo nuestro acaba de empezar...”

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