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La banca II :::::::::::::::

La banca II :::::::::::::::

Texto: Chiq

Regresé al lugar mágico. Un año después me volví a encontrar ahí, narcotizado y solo. Me recibió triste, nublado y lluvioso. Él también sabía que la bella no estaba con nosotros. Volví para cumplir nuestra promesa y para llenarme de su aire callejero y puro.


Ahí estaba yo, ahora un año más viejo, observando a los artistas y sus obras, sus cuadros, sus actuaciones, sus esculturas, sus espectáculos, su alegría. Durante el viaje, mantuve la esperanza de encontrar su cabello entre la gente, entre los cientos de personas que visitamos los jardines y las calles, entre sus sonrisas y aplausos, entre la melancolía de la música.
Visiblemente cansado, recorrí el camino que va desde el mercado hasta el teatro, deteniéndome a veces en la fuente o recorriendo el jardín. Lo habré hecho cincuenta y cuatro veces la tarde del viernes y otras tantas el sábado, siempre con ilusión y sabiendo que una de las cualidades que admiro de la bella es su don para aparecerse cuando uno menos lo espera, así que continué buscándola. Encontré rizos parecidos a los suyos, pero nunca unos con la espiral perfecta que los de ella formaban alrededor de mis dedos.
La primera noche fue la más difícil, tal vez. Dolido por no haberla visto durante las catorce horas que duró mi recorrido por las calles, deposité mi cuerpo en la silla de un bar, tomé varias cervezas y comencé a fantasear. Fumé unos cigarrillos y al terminar la penúltima cerveza, encendí el puro. Contrariado por aquella promesa rota, el lugar mágico me cobijó con la noche más hermosa que pudo haberme entregado: fría, estrellada e inmensa. Así decidí terminar el día. Fatigado y triste, me tumbé en la cama para soñar con ella.

Desperté con el ladrido de los perros, en la misma posición con la que me había desplomado la noche anterior, con el cabello desarreglado y un aliento de cigarro bastante desagradable. Muy temprano, me arreglé para iniciar el segundo día, un sábado de mercado, de gallinas, de fruta y nopales, de tamales y atole, de nubes grises y llovizna, de alcatraces.
Recorrí la ciudad. Parecía pueblo fantasma: solo, despoblado y frío. Poco a poco, la gente fue reviviendo y llenando las calles otra vez. Mi esperanza creció: la bella tenía un día más para aparecerse. Visité la casa de Diego Rivera. Me emocioné con sus obras y su historia. Disfruté de una interesante exposición de esculturas de bronce de un artista mexicano. Me sentí inspirado.
Dejé el museo aquel para ir a la plaza San Fernando a buscar un libro, un disco o quizá un póster. Llegué a la conclusión de que tendré que posponer un viaje entero para poder adquirir todas las cosas que me gustaron. Comí en la plaza, en el mismo establecimiento que me había recibido la noche anterior. Acompañé mi comida de un par de cervezas y de mucha soledad. Al terminar, me senté frente a la fuente, para admirarla y recordarla a ella también. Quizás así se acrecentaría mucho más la posibilidad de otra aparición de su sonrisa y su llanto. No fue así. Pero sentado en aquel escalón, recordé una exquisita noche junto a ella. Recordé el número tres atado a su cintura, sus brazos balanceándose a los lados, sus caderas, sus piernas largas, sus pies con tobillos delgados, sus labios rojos y su cabello alaciado. Su perfume regresó a mi aire, y por un momento creí tocarla. Imaginé que se aparecía por la boca de la fuente para empaparme con sus besos y sus lágrimas de perdón y tomarme entre sus brazos para llevarme dentro de la fuente y, en su corazón, amarme por todas las noches que no lo hizo.

Pasaron casi tres horas entre el principio y el final de aquella tremenda alucinación. Tenía que ir a buscar lugar para el concierto gratuito de las ocho de la noche en la explanada...
La aguda voz en portugués se escuchó doce minutos después de la hora en que tenía planeado empezar. Tuve un orgasmo multisensorial. La noche era perfecta sobre mí, el frío me llenaba, la lluvia escurría por mis brazos y mi cabello, a mi alrededor había aire y más allá había cerros y montañas, minas abandonadas, iglesias y casas y, frente a mí, sonaba música casi celestial. Todo se conjugó para llevarme una vez más al oasis de su vientre, al calor de su pecho y a la suavidad extrema de sus manos. Me sentí perdido. Me encontraba en un carrusel de vida, sentado en el caballo más hermoso de todo el juego: un corcel blanco y enorme que convertía su respiración en vapor con el frío de la noche, con miles de estrellas en lugar de foquitos, con música portuguesa en lugar de melodía de cajita de música, lluvia en lugar de lágrimas y esperanza en lugar de tristeza.

Disfruté con todo mi cuerpo las dos horas con veinte minutos del orgásmico espectáculo. A su fin sólo tenía ganas de gritar y de sonreír, de verla aparecer frente a mí para aventarme sobre ella y caer juntos desde el tercer piso en que me encontraba viviendo la experiencia. Pero, así cómo la noche del adiós llegó, el final del concierto también arribó y tuve que desaparecer. En medio de mi desaparición de la azotea en que viví el recital, comencé a desesperar. Tanta perfección no me servía de nada si no estaba ella para poderla compartir.
Furioso, fui a la estatua del hombre ilustre que defendió mi país y esta ciudad. Ahí podría admirar junto a él su ciudad, e imaginar en qué foquito de luz estaría escondida la bella, en qué rincón dormiría y en qué callejón se acordaría de mí. Me acompañó una inseparable botella de tequila, pero la compañía más divertida que tuve esa noche fue la del aire helado de después de la lluvia, las nubes grises y la misma noche. El lugar mágico sabía que yo estaba triste, así que me acompañó en mi desesperación y tristeza. Platicamos un rato, hasta que el cansancio se apoderó de mí. Regresé a la cama un poco más tarde que el viernes, pero con el mismo resultado.

El último día comenzó muy tarde, pues antes de dormir me había hecho la promesa de ya no despertar. La maldita esperanza o mi maldita estupidez, me hicieron hacerlo. Noté que era tarde, así que apresuré mi baño. Conducido por la poca fuerza de mis piernas y mis pies cansados, volví a las calles. Gasté lo poco que me quedaba en una postal que me llamó la atención y que luego pensaré en su destino. Escuché un concierto de cello que un músico interpretó bajo un árbol inmenso, en una de las plazas más pequeñas de mi lugar mágico.
Visité por última vez todos los lugares por los que caminé el fin de semana, para despedirme de ellos y tal vez, encontrarme al amor. Me senté en la Plaza de la Paz, tomándome unos minutos para la dolorosa despedida de la música suave, del aroma sutil, de la luz tenue, del hambre voraz, de su piel suave y blanca, del olor a calles empedradas, a noche y a espera, de las sombras calladas con lucecitas de árbol a lo lejos, demasiado lejos.

Doce meses después volví a ser un espejo sentado en la misma banca, con los restaurantes llenos, la música diversa y su sonido inconfundible. Caminé sin rumbo y sin destino. Metí la mano en mi corazón y escarbé para encontrar la poca esperanza que me quedaba. Me fui de la ciudad, pero dejé mi esperanza sobre la banca, para regresar el próximo año y, tal vez, encontrar la figura de la bella en lugar de mi sangre.

La banca (parte 1) :::::::::

La banca (parte 1) :::::::::

Texto : Chiq

Música suave. Aroma sutil. Luz tenue. Hambre voraz. Letras ansiosas por ser leídas. Labios deseosos de ser besados. Piel suave y blanca. Los nervios la humedecen y el viento frío la seca. Huele a calles empedradas, a noche y a espera. Las calles se cubren por una sombra callada, con lucecitas de árbol a lo lejos. Muy a lo lejos. La terminal de autobuses resulta desierta comparada con la plaza central. Las palomas han regresado a los enormes árboles y a las altas torres de la iglesia y del teatro. Un espejo espera sentado en una banca. Los restaurantes siguen llenos, la música es diversa, pero su sonido es inconfundible. Suenan como un enjambre las latas de cerveza al abrirse. Se cuentan historias exageradas, de conquistas irreales y de momentos que nunca lo fueron. Los callejones se vuelven más estrechos conforme avanza la noche. La gente camina sin rumbo y sin destino. La sierra los rodea y ni cuenta se dan. Un río de agua sucia corre junto a la banqueta, a lo largo de la calle principal. Los pequeños hoteles se visten de luces e intimidad. El pueblo parece surgir y se prepara para otro día más. El mercado abre sus puertas a los comerciantes que comienzan a llenarlo. Los perdidos se encuentran y los gritos se esconden. Las minas conservan aún sus riquezas y la tierra lo agradece. El sol está por salir. Las nubes se alejan y el frío con ellas.

Sigo en la terminal de autobuses, aguardando tu llegada para vivir junto a ti un día y una noche en este lugar, que lleva siglos esperándonos.

 

Una noche en Nueva York

Una noche en Nueva York

Texto: by chiq 

Las luces calladas, las calles vacías, el frío, la noche. Salí del hotel un poco tarde, envuelto en varias chamarras, con guantes y un gorro para el frío. Mi calle era la 55, casi esquina con Broadway. Me despedí del recepcionista. Afuera del hotel había algunos andamios: estaban arreglando la fachada de los edificios contiguos. No le tomé importancia y caminé en el frío. De vez en cuando metía mis manos en los bolsillos. Otras veces las sacaba para cubrirme la cara con la chamarra. Las ráfagas de aire congelado se repetían muy seguido. Pisé todos los charcos que encontré a mi paso. Cuatro ideas me vinieron a la mente. Las dejé en paz. Los altos edificios casi no me dejaban ver el cielo. Pero no necesitaba verlo, estaba seguro de que seguía sobre mí.

       En las calles, las alcantarillas echaban vapor, los taxis corrían y cobraban caro. Había poca gente caminando a esa hora de la noche. Llegué a la calle 57. Crucé la acera para ir a la tiendita de enfrente. Las flores todavía lucían frescas. Había muchas, muchas, más de las que estaba acostumbrado a ver. Entré a la tienda, compré una Coca y unos Camel. Al salir, encendí un cigarro —tuve que quitarme uno de los guantes— y caminé hacia Times Square. Me quedé viendo por un momento todos los anuncios, los automóviles y la poca gente, los perdidos que habían salido del teatro y aún no decidían a dónde ir. Por un momento me imaginé como ellos: perdido. No lo estaba. Estaba en Nueva York.
      
       Llegué a la esquina de la calle 58. La 58 y Broadway. En el semáforo se detuvo una camioneta verde. Iba llena de sirenas. Conté siete. Traían las ventanillas abajo, y al verme todas soltaron una gran carcajada. Sonrieron. Se rieron. Ahí estaba yo, congelándome y fumando, perdido, y ellas, dentro de la camioneta, sonriéndome. Me pidieron que me acercara. Lo hice sin pensarlo. Mientras caminaba hacia ellas, me dieron un beso. Uno de esos, en los que se besan la mano y luego lo soplan, como aventándolo. El viento frío se lo llevó. No hice nada por recuperarlo. Sabía que después de ese vendrían más, muchos más.
      
       Llegué a la puerta de la camioneta. La niña que iba en el asiento delantero me pidió un cigarro. Mientras me quitaba el guante y sacaba el cigarro, le pregunté hacia dónde se dirigían. “We’re going out to the Spa”, dijo. Intentando hablar con mi mejor acento, le respondí: “Great, I’m going there too!”. “Wanna come with us?”, dijo, mientras yo encendía mi adorado encendedor —aquel que llevara por sobrenombre “el más rápido del Tec”—, y con él su cigarro. La puerta posterior se abrió. Dentro en la parte de atrás, viajaban cuatro niñas, todas bellísimas, maquilladas, perfumadas, listas para la diversión. Subí a la camioneta. La niña que conducía subió el volumen del estéreo, y cuando la luz del semáforo se puso verde, pisó el acelerador a fondo. Las llantas traseras rechinaron. Vi como el Marriott Marquis y todo Times Square desaparecían rápidamente en el espejo retrovisor.

       Diez minutos después estábamos afuera del Spa. Por fuera parece un edificio cualquiera. No tiene gran iluminación o anuncios. Sólo un pequeño símbolo: una gota de agua. Eso es todo. Pero esa gota puede significar tantas cosas...
      
       Éramos siete niñas y yo. Todos enseñamos nuestra “id” en la entrada. Después pasamos con Kenny, el travestí que está en la cadena. Sonrió al verme. Se acercó a mí y me dijo con un inglés un tanto gay: “Gettin’ lucky tonight, huh?”. “Hope so”, contesté. Me dio la mano, nos saludamos y todos entramos al lugar. Pagué 8 entradas. 120 dólares. La música se podía sentir desde las escaleras. Cada escalón, cada paso, era como subirle treinta decibeles a la música. Ya adentro, entregué mi chamarra a Debbie —una de las siete—, y fui a la barra por un martini para mí, y whiskies para ellas. Nos reunimos en el lobby principal diez minutos después. Se veían increíbles: pantalones ajustados más abajo de la cadera, faldas cortas, blusas con cuello halter, bodies, tops... Tenía para escoger. Platicamos de tonterías mientras fumábamos y bebíamos. Pronto, pude distinguir beats conocidos en el aire. Música conocida. Era Billy Jean.
      
       Terminé mi martini de un solo trago. Mis piernas comenzaron a moverse. Christy me tomó la mano y me llevó a la pista. Las seis restantes nos siguieron. Ahí estábamos los ocho, bailando al ritmo de ese exquisito mix de Michael Jackson. Después vinieron más canciones, más martinis, más whiskies. Cambios de pareja de baile, cigarros encendidos, diversión. Mi cuerpo sudaba, mi mente sudaba, mis piernas pedían descanso. En ese momento estaba bailando con Megan. Su cabello chino me impresionó desde que alcancé a verlo en aquella esquina de la 58 y Broadway. Fue lo primero que vi cuando la puerta trasera se abrió. Su largo y espeso cabello negro y chino. La tomé por el cuello y acerqué mi boca a su oído. Lentamente, calladamente, le susurré: “Hey, I need to rest a bit. Come on, let’s go”. “Ok”, contestó. Dejamos a las otras seis bailando entre cientos de personas.
      
       Encontramos un sillón vacío en el lobby. Mi mirada se perdió un momento en la hostess, una mujer altísima, de color, que portaba un diminuto vestido rojo entallado y un gorrito de Santa Claus. Megan notó mi ausencia. “Hey, I’m here...”. “Sorry, let me get some drinks. Same thing?”, pregunté. “Yes, please”. A esas alturas de la noche, ya tenía mi bartender preferida. Se llamaba Jen y tenía rasgos orientales. Después de que me daba las bebidas, le pagaba el total más 2 dólares de propina y algo que le escribía sobre una servilleta mientras ella llenaba los vasos. Al ver que me acercaba a la barra, Jen me gritaba, establecíamos contacto visual, me sonreía y me decía cualquier cosa: “Are you having fun? Is everything ok? I really like the things you’ve written to me, thanks!”. Regresé con Megan. Se veía cansada, así que le pregunté:
      
—“You look tired, hun.”
—“Oh, no, well, a little, yes.”

       Le entregué su whiskey. Brindamos, y ambos bebimos un largo trago. Pusimos las bebidas en una mesita, saqué los cigarros, encendí uno y se lo di. Después encendí uno para mí.

—“I really like your lighter. It’s nice.”, dijo.
—“I carry it everytime. It’s for good luck.”
—“Well, it’s working tonight…”
—“You think so?”
—“Come on, sit here…”

       Se hizo a un lado, me hizo una seña para que me sentara, fumé, me senté y ella se sentó sobre mí.

—“It’s better this way, don’t you think?”
—“Yeah, I guess…”

       Su cabello olía delicioso. Parecía que apenas había salido de bañarse. Su cuello. Su cabello. Su voz. Sus ojos. La música se fue alejando cada vez más. Sólo éramos Megan y yo. Y mi martini y su whiskey. Fue inevitable, volví a acercarme a su oído.

—“Still tired, hun?”
—“Yeah.”
—“Let me try something.”
      
       La empujé un poquito hacia adelante, para tener acceso a su espalda y a su cuello. Mis manos acariciaron su espalda, aún sudorosa. Subí la mano hasta el cuello. La nuca parecía un mar: salada y empapada. Quise hacer olas. Así que comencé a hacerle un masaje lento, no muy fuerte, sólo para acariciarla.

—“That feels great! Where did you learn to do that?”
—“It’s a gift. I just know the right way to do it.”
—“Well, you absolutely know how to do it…”

       Y seguí con el masaje. Sentí como su cuerpo agradecía el contacto. Sentí como casi se derretía con mis caricias. No había música. No había hostess vestida de Santa Claus. No había seis niñas más. No había Spa. Éramos sólo los dos. Los dos solos, el sillón, los tragos, mis manos y su piel. Tardé casi media hora en recorrer lentamente toda su espalda. Mis manos quedaron saladas. Le jalé el cabello para echarla de nuevo hacia atrás. Jalándole aún el cabello, acerqué mi boca a su aún más salado cuello y lo mordí. Después le mordí la oreja.

—“Sorry, I like to bite.”, dije.
—“Is there anything you CAN’T do?”
—“I can’t fly, but I’m trying, trying really hard. Maybe you could help me…”
      
       Megan volteó su cara, me vio a los ojos con una sonrisa coqueta y, entonces, sucedió. Nuestras bocas crearon el beso más sensual que he tenido. Le mordí los labios, me mordió los labios. Le jalé los labios, me jaló los labios. Y, entonces, logré sentir cómo nos empezamos a elevar del suelo. La gente se hacía más pequeña, la hostess ya no se veía alta. Megan y yo éramos los más altos de todo el Spa. Llegamos al techo. Ya no pude alcanzar mi martini. No me importó. La bebida que estaba tomando era más, mucho más relajante que el martini. Cuando bajamos, y tocamos el sillón de nuevo, Megan me susurró al oído.

—“I want to leave this place.”
—“But, your friends?”
—“Wait here, I’ll tell them, and I’ll get our coats.”

       Megan se levantó, se acomodó los pantalones y caminó hacia la pista, buscando a sus amigas. Me quedé con una sonrisa estúpida en la boca. Jugué con mi cigarro, me quemé. Jugué con la gota de martini que quedaba en la copa. La tiré. Mi sonrisa estúpida dibujaba mi cara. La gente me veía sonriendo estúpidamente. Y yo volvía a sonreír. Sonrisa estúpida. Megan llegó al fin. Traía su chamarra puesta, y la mía bajo el brazo. Se acercó a mí, me besó, tomó mi mano y me levantó. “Let’s go. Don’t worry, they already knew”.
      
       Salimos del lugar. Kenny aún seguía ahí. Dejé un instante a Megan sola, mientras me acercaba a Kenny para contarle brevemente, muy brevemente lo mágica que comenzaba a ser esa noche. “Magic happens here”, me dijo. Me despedí de él, prometiéndole que regresaría pronto.
      
       Había varios taxis afuera, esperando. Nos subimos a cualquiera. Hacía frío. Megan tomó mi mano. “55th and Broadway, please”, dije al chofer. Después vinieron siete minutos de besos y caricias. Siete minutos. Y el taxi se detuvo. Pagué con un billete de 10 dólares. Descendimos del inmenso taxi y abrí la puerta de la entrada del hotel. El recepcionista seguía ahí. Lo saludé de reojo. Me contestó con una sonrisa, asintiendo con la cabeza. Él, mejor que yo, sabía lo que me esperaba. Llegamos al elevador. La puerta se abrió inmediatamente. Entramos. Presioné el número cinco. La puerta se cerró y el elevador comenzó su lenta subida. Megan me volvió a besar. “I liked you the moment I saw you standing alone, freezing in the cold”, me dijo. La puerta se abrió en el quinto piso. Caminamos hasta mi habitación: la 504. Saqué la llave de la cartera, abrí la puerta, y me encontré con una habitación de ensueño. La cama blanca, enorme, con cobijas y almohadas de pluma de ganso, unas lamparitas de noche preciosas, y una sillita muy bonita. Megan se quitó la chamarra y la dejó sobre la sillita. Se tumbó en la cama. Nos quedamos viendo por un momento. Ambos teníamos la misma sonrisa estúpida. Estúpidos, eso éramos, un par de estúpidos. Dejé todo lo que traía en los bolsillos junto a una de las lamparitas. La encendí. También encendí un cigarro. Fumo mucho, lo sé. No importa, Megan también. Me pidió el cigarro, fumé de nuevo y se lo entregué. Entré al baño, me quité los zapatos y los calcetines, y toda la ropa que llevaba puesta en la parte superior. Enjuagué mi boca con un poco de Listerine, y salí del baño. Megan ya se había metido a la cama. Su ropa estaba allá aventada, en el suelo, cerca de la sillita. Apagué la luz principal del cuarto, dejando solamente la lucecita callada del buró. Me quité los pantalones y los acomodé en la sillita. Me metí a la cama junto con ella. Se acercó a mí, con la sonrisa estúpida, y dijo: “I want you”.
      
       Hicimos el amor toda la noche. La lucecita callada se quedó encendida todo el tiempo. Desperté a las 8. Megan seguía dormida. Fui al baño, me lavé la cara. Megan se despertó, seguía adormilada. “Where are you going Chiq?”. “I thought you might want a coffee”, le contesté. “That’ll be great”. Me vestí con la misma ropa de la noche anterior. Dejé la chamarra, tomé el gorro, besé a Megan y salí de la habitación. El recepcionista seguía ahí. Nos saludamos con una sonrisa, cómplices de lo que había sucedido. Salí del hotel. Caminé rumbo a Starbucks, para comprar los cafés. Di la media vuelta. Observé los andamios. Seguían arreglando la fachada de los edificios contiguos al hotel. Caminé, caminé y caminé, sonriendo estúpidamente en el frío. Era mi segundo día en Nueva York.
      
       Casi veinte minutos después encontré el Starbucks. Estaba lleno. Tuve que esperar otros tantos minutos a que me atendieran. Pedí dos mochaccinos grandes y un espresso sencillo. El exprés me lo tomé ahí. Cogí algunas bolsitas de azúcar, un par de tapas para los vasos, popotes y salí fumando de aquel café. El regreso no pudo ser tan apresurado como la ida. En esta ocasión tenía que cuidar que no se derramara ni una gota de los vasos. Cada gota implicaba una pérdida de cincuenta centavos de dólar, al menos. Ya no podía seguir gastando tanto. Así que me lo tomé con calma, evadiendo esta vez todos los charcos, las líneas sobre las banquetas y a las personas que me encontraba mendigando en el camino.
      
       Eran las nueve y media de la mañana cuando alcancé a ver de nuevo los andamios. El hotel estaba cerca. Megan me esperaba. Ansioso por llegar, apresuré mi paso. Tiré dos dólares en café. Desistí. Faltaban sólo unos metros para llegar. Cuando por fin me encontraba en la puerta del hotel, me di la media vuelta para abrirla con la espalda. Me costó trabajo hacerlo. No había nadie en la recepción, así que entré sin saludar. Me quité el guante con los dientes y presioné el botón del elevador para llamarlo. Tardó mucho en descender. El letrero marcaba el quinto piso. Después el cuarto. Después el tercero. Finalmente marcó una “L”, y la puerta se abrió. Salieron dos hombres, cargando una maleta enorme y muy pesada, pues cada uno la cargaba de un lado. Dejé que salieran y me metí. Presioné el número cinco. Megan me esperaba. Su cuello. Su cabello. Su voz. Sus ojos. La noche había sido magnífica. El lento ascensor abrió la puerta en el quinto piso. Caminé hacia mi habitación, silbando alegre, con el fin de avisarle a Megan que ya había llegado. Inserté la tarjeta para abrir la puerta. “I made it, at last!”, dije. Nadie me respondió. La cama estaba vacía. Dejé los vasos sobre el buró, y corrí al baño. “Megan? Are you there, hun?”. Megan no estaba. La habitación estaba vacía. La cama destendida, sus cabellos chinos en la almohada, la tina vacía, la sillita sin ropa... Era un hecho: Megan había desaparecido. Me entristecí mucho. Me preocupé. Regresé por mi café al buró. Tomé el vaso, abrí dos bolsitas de azúcar y se las eché al café. Fue entonces cuando vi una nota debajo de mi almohada:
      
“Chiq, sorry to leave you like this. Something serious happened. My friends called me. Christy is dead. Call you later, Megan.”
Nunca me llamó.

 

No llores por mí Argentina

No llores por mí Argentina

Texto: Chiq


Era lunes. Mi reloj marcaba pasadas las 12. Yo estaba en la universidad. A pesar de que no tengo clases los lunes, había ido para ayudarle a una amigo a hacer un proyecto de multimedios: una animación. Llevaba poco más de una hora frente a la computadora editando las imágenes y acomodándolas de tal manera que se vieran bien en la animación. Cansado, salí de aquel salón para fumarme un cigarro, mientras mi amigo hacía la selección de música que acompañaría a la mentada animación. Afuera, en el frío, con el cigarro ya encendido, una llamada entró a mi celular. Era ella. Lo supe por su acento distintivo. Sabía que era ella.


—“¡Flaca! ¿Cómo estás?”

—“Bien gracias, ¿y vos?, ¿querés verme?”


Desde el sábado anterior habíamos quedado en salir a comer, en vernos por última ocasión antes de que ella regresara a Argentina. Eran las 12:30.

—“Claro que quiero verte. ¿Y tú?”

—“Mira, tené que ser ahora. Pasás por mí?”

—“¿Ahorita?”

—“Sí”

—“Llego en media hora, ¿está bien?”

—“OK, espero”

—“Bye”

—“Chau”

Mi pulso se aceleró. Tiré el cigarro —que ni siquiera había llegado a la mitad— y volví al salón. Apresuré a mi amigo y le di unas últimas instrucciones para que él terminara solo su proyecto. Me despedí y me fui.

Aquella llamada fue un catalizador. Tenía que apresurarme. Ya no podía ir a mi casa a cambiarme y a recoger la cámara fotográfica. Ya no había tiempo. Tenía que pasar por ella...

Toqué el timbre media hora después de aquella llamada telefónica. Ella salió tras unos minutos de espera. Me saludó con un beso chiquito y corto, como los que se dan las parejas cuando su relación lleva ya mucho tiempo. Quedé sorprendido.

—“Tenés que volverme a las 8. Debo terminar mi valija. ¿Está bien?

—“OK”, contesté, mientras pensaba: “¡pero si sólo vamos a comer!…”

Caminamos hacia la puerta del automóvil, siempre con mi mano en su cintura, en su diminuta cintura. En el camino hacia el restaurante hablé para hacer una reservación. Después charlamos sobre las estupideces que habíamos hecho el fin de semana. Ella había ido al Museo de Antropología —a aquel que no pude acompañarla el sábado—. Me dijo que le había gustado mucho. ¿Yo? Yo había salido con mis amigos después de verla el sábado. Estuvimos bebiendo y bailando hasta que el sol anunció el amanecer del domingo. Ese mismo día, me desperté muy tarde.

Todas esas tonterías nos decíamos mientras yo le tomaba la mano o la ponía debajo de su pierna, y admiraba de reojo sus jeans a la cadera, su playerita —remerita, como ella le llamaba— negra y cortita, y sus enormes ojos negros.

Llegamos al Aquavit. No había mucha gente. De hecho, sólo había un par de mesas ocupadas por hambrientos comensales. Una elegante mujer nos condujo hasta nuestra mesa. Pronto, llegó un mesero:

—“¿Algo de tomar?”, preguntó el mesero.

—“Quiero una whiscola. ¿Sabés qué es una whiscola?”

—“¿Whiskey con coca?”, respondí.

Ella sonrió cerrando los ojos.

—“Un whiskey con coca para ella y un Gibson para mí con ginebra Bombay, por favor”

—“¿El whiskey etiqueta negra?”

—“Sí, por favor”

Saqué los cigarros, le di uno a ella, tomé otro para mí, y los encendí. Mi mirada estúpida se perdió en sus ojos...

—“¿Qué?”, me preguntó.

—“Nada”, contesté. “No lo puedo creer”

—“¿Qué es lo que no podés creer?”

—“Que estés otra vez aquí, conmigo”

—“Bueno, pues creételo, que aquí estoy”

Me tenía atrapado. Me tenía atrapado desde que la vi bailando sola un viernes en Mama Rumba. Desde ese momento me conquistó. Se metió por mis ojos y se quedó en mi sangre y mi piel. Se lo dije. Se lo dije y ella solamente sonrió. Me dijo que le encantaba lo que escribía y que le encantaría que hiciera eso con ella. Eso, lo que le había escrito: que me encantaría escribir sobre su piel, inventar palabras y dejárselas grabadas en la espalda y el resto del cuerpo. Hacer de ella mi propio “Pillow Book”. Me dijo que no habría nada que le gustaría más que grabar ese recuerdo en su memoria. Se acercó y me besó. Esta vez fue un beso más largo. Le mordí los labios. Me mordió los labios. Me encanta morder los labios. Me gusta más que me muerdan los labios cuando me besan…

El mesero trajo las bebidas. Tomé la copa y brindé con ella.

—“¡Salud!”

Platicamos un rato más, en lo que terminábamos las bebidas y fumábamos un par de cigarros. Cuando terminamos las bebidas, el mesero nos dejó el menú. Ella pidió una ensalada de corazones de palmito y magret de pato. Yo ordené la misma ensalada, un filete de salmón y una botella de vino blanco francés.

La comida estuvo deliciosa. La conversación —y ella— lo estuvieron más. Pedimos postre, café y digestivos. Platicamos de todo en la larga sobremesa: de mis amigos, de su amiga, de su ex novio, de mi ex novia, de los mapas antiguos que le había comprado a su padre de regalo, del Museo de Antropología, de mis abuelos, del cortometraje que estoy por realizar, de que pronto dejaré México para irme a vivir a Amsterdam... Ambos estábamos ansiosos por irnos, así que pedí la cuenta y desaparecimos.

Los dos sabíamos lo que iba a suceder. Pero ninguno dijo nada. En el camino al hotel me maldije mentalmente por haber olvidado la cámara, el aceite para masajes, las burbujas para el jacuzzi... El tiempo no me lo había permitido. Pero si hubiera sido un poco más inteligente, tantito nomás, aquella experiencia habría sido exponencialmente intensa.

Llegamos al hotel. Pagué una villa con jacuzzi. Entró tímida a la habitación. La recorrió completa, tomada de mi mano, asombrándose por la amplitud y la decoración. Me dejó en la cama y entró al baño. Me acosté y me estiré para alcanzar el control remoto que estaba clavado en la pared. Encendí el televisor. Me quedé acostado, viendo mi reflejo en el espejo del techo. Sonreí estúpidamente. Sí, debo aceptar que hice un par de movimientos para imaginarme cómo se vería nuestro reflejo cuando ella estuviera encima de mí. Volví a sonreír...

Salió del baño y entré yo. Antes, nos dimos un beso. Yo había dejado corriendo el agua en el jacuzzi. Era sólo cuestión de minutos para que estuviera listo. Cuando salí del baño, la encontré acostada en la cama, cambiando con el control remoto los canales en el televisor. Me senté junto a ella. Apagó el televisor. Nos recostamos y nos abrazamos, y nos besamos como si nunca más nos volviéramos a ver. Ni ella ni yo lo sabemos, ni lo sabíamos. Tal vez por eso fue que nos besamos con tanta pasión. La ropa fue desapareciendo lentamente de nuestros cuerpos y fue apareciendo allá, aventada en el piso. Debo ser muy sincero en esto, también: era el cuerpo desnudo más hermoso y perfecto que había visto jamás. Delgada, firme —era la mente de una mujer dentro del cuerpo de una niña de 18 años—, alta, con la piel bronceada y suave, y con esas líneas blancas que indicaban lo diminuto que habría sido su bikini. Perfecta. Deliciosa.

Me perdí en su cuello. Descendí luego a su pecho. Hice círculos y letras con mi lengua. Mi nombre. Su nombre. Lunes. Mordí. Jugué con su ombligo y luego fui más abajo. Me perdí ahí. Me encanta estar ahí. La experiencia de tener sus muslos a ambos lados de mi cara y el delicioso paisaje que mis ojos veían no se puede comparar con nada. Estuve en ese rincón por más de quince minutos. Sentí cómo se retorcía, como respiraba, como disfrutaba tanto placer. El maldito jacuzzi fue el culpable de que no estuviera más tiempo ahí. Escuché que ya casi se llenaba, así que corrí a cerrar la llave y a echarle la botellita de baño de burbujas que regalan en la habitación. Encendí el motor de las burbujas y me metí. Ella se levantó de la cama, le pedí que tomara los cigarros y el encendedor, y entró lentamente —ayudada por mí— a aquel mar de burbujas.

—“Me encanta la espuma”, me dijo.

Así que se puso espuma sobre el cuerpo, escondiéndolo todo. Luego, me puso espuma a mí. Y ahí estaba yo, sonriendo estúpidamente, con un sombrero y barba de espuma, desnudo frente a ella, desnuda también. La acaricié y la besé. Nos quedamos abrazados un buen rato, mientras los dos asesinábamos cigarros...

Tiempo después, se volteó y me comenzó a besar. Sentí que me quería comer. Mordía. Mordía mucho. Y a mí me encantaba. Me mordió el cuello y los hombros, mordió mi pecho y mi abdomen. Después hundió su cara en el agua. Mis ojos se cerraron. No lo podía creer. Era su boca. SU BOCA. “¿Podrá alguien creerme esto?”, pensé. Me vale madres.

Sacó su cabeza del agua, riéndose y diciendo que sabía a “champú”. Yo también me reí. Nos abrazamos. Nos reímos. Nos besamos... Los dos estábamos ansiosos. Salí del jacuzzi, tomé una toalla y se la entregué. Después me sequé yo. Se veía más hermosa con el cabello mojado y con esas gotitas traviesas que recorrían su piel, bajando desde el cuello, pasando entre sus senos y perdiéndose en su adorable rosa negra. Fuimos a la cama...

Se acostó y yo me puse a su lado. Nos miramos. Nos acariciamos. Nos besamos. Después, me puse sobre ella. Y el viaje comenzó. Fue delicioso. Tenía sólo 18 años. Traté de ser cuidadoso, tierno, tal vez. La veía a los ojos, le besaba el cuello y le decía miles de cosas al oído, al tiempo que se lo mordía. Ella se reía o cerraba los ojos o simplemente respiraba. La volteé para que estuviera encima de mí. Volví a verme en el espejo del techo. Esta vez con ella encima. Volví a sonreír. “Pinche Chiq, cabrón, pinche Chiq”, pensé. No sé cómo, pero esperé a que ella explotara, a que terminara...

¡Ah!, qué diferente es estar con una niña que puede tener un orgasmo o que puede tenerlo sin hacer nada fuera de lo convencional para lograrlo. Después, terminé yo. Y mientras lo hacía, ella se acercó a mí y me abrazó fuerte, muy fuerte. Así nos quedamos un ratito. La besé y fui al baño. Revisé que todo estuviera bien y regresé a la cama. Ella la había destendido y se había metido dentro.


—“Tengo frío”, dijo.

Tomé mi pluma del buró y me metí a la cama con ella. Comencé a escribir en su piel. Su cuerpo se transformó en un cuaderno, en mi lienzo. Yo simplemente escribí. Empecé por aquellas delicadas partes de su piel que el sol de Acapulco no había bronceado. Después seguí en su estómago y terminé en su espalda. Firmé en su pie derecho y le obsequié la pluma. Me besó, dejó la pluma sobre el buró y me volvió a besar. Nos quedamos dormidos...

Una llamada a mi celular me despertó a las 9 de la noche. Ella y yo parecíamos dos cucharas, elle frente a mí y yo abrazándola. El teléfono sonaba. Recorrí la inmensa cama y contesté. Era Iván. Supongo que los mejores amigos siempre están pensando en sus mejores amigos. Al menos él lo estaba haciendo. Gracias a él desperté, porque de otra manera ambos nos habríamos quedado como cucharas hasta muy tarde. Colgué y me acerqué a ella.

—“Bonita, tenemos que irnos, ya es tarde”

—“No, esperá un momentito más”

—“Flaca, me quedaría toda la vida aquí contigo, pero debes regresar”

—“¿Qué hora tenés?”

—“Son las nueve”

—“No”

—“Sí flaca, anda, ven”


Mientras le decía eso, besaba su cuello y acariciaba su cabello y sus senos. Ella no quería despertar. No quería vestirse. No quería que nos fuéramos. Yo tampoco. Pero debía partir al día siguiente, y tenía que arreglar sus cosas. No había nada que pudiéramos hacer.

Nos vestimos rápidamente. Recorrí la habitación para asegurarme que no olvidábamos nada. Nada encontré. Salimos de la habitación y le abrí la puerta del coche. Encendí el auto, abrí la puerta del garage, me subí al coche y salimos. Afuera estaba oscuro. Eran las 9:15. Ella debía estar a las 8. Ese mismo día el dólar había sido liberado en Argentina. No importaba. Estábamos juntos. Se veía feliz. Yo lo estaba aún más.

Fue increíble. El silencio dejó de ser incómodo. Mi mano encontró refugio perfecto debajo de su pierna. Se recargó sobre mí y así conduje hasta casa de su amiga. Estacioné el auto. Apagué el motor.

—“Chiquita, no quiero que te vayas”

—“Lo sé, yo tampoco quiero irme. ¿Por qué no me encontraste antes?”

—“No lo sé, por idiota, supongo”

—“No sos ningún idiota. Sos un amor”

—“Te voy a extrañar mucho, ¿sabes?”

—“Lo sé, lo sé. Yo también”

Nos besamos, nos tomamos de la mano y nos quedamos perdidos en una mirada. En esa mirada nos dijimos todo. Todo. Nos volvimos a besar y ella bajó del auto. Yo bajé también. Tocó el timbre de la casa. Esperó a que abrieran. Yo me subí al escalón de la entrada para estar a su altura. La abracé. La besé.

—“Te quiero mucho, chiquita. Me vas a volver loco”

—“Loco ya sos. Yo también te quiero y te voy a extrañar. Pensaré mucho en vos. ¡Me tenés que ir a visitar a Argentina!”

—“Sí, ya sé. Voy a tratar. Voy a hacer todo lo posible. Te voy a escribir.”

Bárbara, su amiga, abrió la puerta. Teníamos que despedirnos. Sus ojos brillaban: comenzó a llorar.

—“Te quiero, te quiero mucho.”

—“Yo también flaca. Ven.”

La abracé muy fuerte. Le dije cosas lindas al oído. Le sequé las lágrimas con mi mano.

—“No llores flaca. La vida da muchas vueltas. Piensa en lo lindo que fue.”

—“Por eso lloro, porque fue muy lindo y no me quiero ir.”

La volví a abrazar. Esta vez lo hice agarrándole el cabello y jalándoselo. La besé muchas veces. Le decía un “te quiero” entre cada beso. La tomé por la cintura y la acerqué a mí:

—“Volveré a buscarte. Aún tengo muchas palabras qué inventar y escribir sobre tu piel. No hemos terminado. Lo nuestro acaba de empezar...”

Lo que nunca te escribí y que inventé hoy…

Lo que nunca te escribí y que inventé hoy…

Texto: chiq 

Cómo quisiera pintarte. Recordarte. Amarte. Tenerte. Mirarte a los ojos sin decir una sola palabra, diciéndolo todo sólo con la mirada. Y pintarte, recordarte, amarte y tenerte. Y después de todo aquello, utilizar tu piel como mi cuaderno, y escribir sobre ti. Inventar historias y narrártelas mientras las escribo, y pintarte, recordarte, amarte y tenerte. Y disfrutar el tiempo que pasemos juntos. Mucho, poco, no importa cuánto. Sólo disfrutarlo, porque eso —créeme— es lo más lindo que puede haber: tenerte, amarte, pintarte para, así, luego recordarte. ¿Cuántos recuerdos me regalarás? ¿Cuántas palabras harás que invente? Las quiero todas, incluso aquellas que ni siquiera han pasado por mi mente. Incluso esas, las que no se dicen, las que se piensan, las que se sienten, las que se desean... Todas y las demás, esas son las que quiero para ti.

 

Déjame ser la pluma. Deja que tu cuerpo se convierta en mi libro de apuntes. Atestigüemos el surgimiento de un nuevo cuento, del que tú y yo formemos parte importante. Yo continuaré escribiendo, para hacerlo entretenido, y no llegar nunca al final. Sólo seguir escribiendo, y mientras lo hago, continuar construyendo una vida a tu lado. Déjame ser el aire, la tierra y el agua. Quiero escapar de tu boca cada vez que suspiras, tocar tus pies mientras caminas y empaparte toda, completa. Déjame hacerlo sólo una vez. Deja que mi sueño se convierta en una realidad distinta, distinta del sueño, en una realidad en la que pueda tocarte, olerte y sentirte.

 

He soñado tanto. En todos mis sueños apareces tú. Tú, que todo lo ocupas, todo lo ocupas tú. Tú, es a ti a quien le hablo, a quien le escribo. ¿No te das cuenta? Necesito vaciar mis ideas para llenarme de recuerdos. Tú, tus ojos, tus manos y tus silencios son mi alimento. Déjame llenarme de ellos. Déjame llenarme de ti. Permite que las palabras salgan solas, que mis manos escriban, que mi voz te cubra. No puedo callar. No en esta vida. No más. Es tiempo de que lo sepas. Estoy vuelto un loco, el espejo me lo dice todos los días. Pero algo cambiaré del mundo. El aire jamás será igual después de haber pasado por mi cuerpo. Todos, tarde o temprano, me respirarán y, entonces, el mundo habrá cambiado un poquito. Quiero que tú seas parte de ese cambio. De ese granito de arena que todos estamos destinados a aportar. Deja que el aire que escapa de mi boca entre a ti, para que se haga más dulce y ligero. Quiero escribir todo lo que pienso. Aunque me lleve la vida entera hacerlo. Aunque se trate siempre del mismo cuento y de un mismo final. Contaré la misma historia de diferentes maneras, siempre contigo como personaje principal. Yo, yo seré el cuento completo. Desde el principio y hasta el final. Seré los puntos y las comas, los acentos y las faltas de ortografía. Soy parte de todas las plumas que he secado, que me he terminado escribiendo. Llevo parte de ellas en mí: los momentos que pasaron escondidas en la bolsa trasera de mi pantalón; escondidas mientras yo besaba; escondidas, allá aventadas junto con el pantalón mientras yo hacía el amor; escondidas, mirando a hurtadillas mientras yo cocinaba algún cuento, un pastel o un adiós. Esas plumas, que de tantas cosas han sido testigos. Esas plumas que ahora son plásticos inservibles, dejaron huellas en mí. Y quedan tantos lugares huecos, esperando nuevas huellas y hasta cicatrices. Tú te has convertido en una de ellas. En una huella, en la cicatriz más grande que lleve siempre. Y todo el mundo podrá verla, no pienso esconderla. Y me preguntarán sobre su origen, y yo sólo contestaré con una sonrisa, como esas que tantas veces me regalaste.

 

¿Podrán alguna vez volverte a tocar mis palabras? ¿Podré volver a tener el valor de firmar una historia? ¿Cómo atravesar ese escudo que ahora portas? No pienso hacerlo, sólo me lo preguntaba. Sólo pretendía saber si habría manera de hacerlo. Deja las preguntas al aire, al frío del invierno. Déjalas que se sequen como la carne, como mi corazón alguna vez lo hizo. No me contestes, no me preguntes. Sólo lee. Sólo escucha. La vida me tiene aún preparadas tantas cosas. Tantas cosas por descubrir, tantos cuerpos por desnudar, tantas frases por recordar, e historias por escribir. Quisiera ser pintor o músico. Y dejar de hacer estas tonterías para hacer otras diferentes. Pintar cuadros de azul y de atardeceres. Y retratos de esos que no se parecen al modelo. Y escribir canciones con ritmos variados, tal vez con un poco de swing, o con un beat distinto. Quiero estirarme. Dormir tranquilo. Y terminar todo aquello que empecé. Dejar de hacer círculos y comenzar a hacer espirales. Y avanzar. Recorreré el mundo próximamente, dejando en cada lugar mis suspiros, para así lograr más rápido ese cambio del que tanto hablo. Pronto, muy pronto te darás cuenta de ello. Y llegará el día en que respires y notes algo diferente en el aire. Sabrás que soy yo. Me habrás respirado. Entonces, sólo hasta entonces, volveré a ser parte de ti.

 


 

 

Y tenía que volver a escribir ::::::

Y tenía que volver a escribir ::::::

Texto: chiq 

Y tenía que volver a escribir. Y de qué manera. Habrán pasado dos, tres, cuatro o quizás hasta cinco meses desde la última vez que decidí dejar de ver al mundo para verme a mí.

Hoy —tal vez más que nunca— me siento confundido, trastornado, preocupado: incierto. No entiendo ya las cosas. No sé si las cosas me entienden a mí. No comprendo qué pasa o por qué...

Me encontré frente al amor. Esta vez ha sido real. Por fin he sentido ganas de escupir, de hacer el amor, de dormir, de golpear, de gritar... todo a la misma persona. ¿No es grandioso? Al fin estoy amando. Lo más curioso es que me siento amado también. Es difícil encontrarse frente a tantos sentimientos tan diferentes en una sola situación. Nunca creí que debiera ser así. Pero así es y, aunque parezca irónico, me gusta.

 

Soy repugnante. Soy verdaderamente difícil. Soy tantas cosas dentro de una sola persona. Puedo entrar en el cuarto, saltar sobre el cuerpo semidesnudo de una mujer del doble de mi tamaño, apretarla por la cintura con un brazo, mientras deslizo el otro firmemente debajo de la pijama holgada, acariciando su piel: su vientre velludo, su ombligo profundo, la piel sobre las costillas, sus senos pequeños y las clavículas. Y luego, justo cuando el pezón ha despertado, su mano me detiene y su cuerpo se echa para atrás. Entonces desisto. Coloco la boca frente a la suya y hago que se toquen. Tiempo después del contacto, lejos de su rostro, realizo el sonido. El sonido que debió de acompañar al beso. Se lo doy al aire. “¡Quédate con tu maldito cuerpo!”, pienso. Y entonces quito tres kilos de cosas que llevo sobre mí, colocándolas encima del buró —que es mío pero es el de ella— y me aplasto sobre la cama, junto a la enorme mujer que despreció mis caricias. Una caricia,... y otra. Con la espalda recargada sobre la pared, cruzo mis piernas y le jalo el cabello de manera delicada. Hago que voltee su cara hacia mí, le veo los ojos y froto su cara. Entonces toda la piel de durazno se ve tallada por mi mano. Y la nariz, y los párpados, y le jalo el mentón, y acaricio las cejas en sentido contrario al que crecen los vellos, y la frente... Y le dejo el cabello en paz, y ella sigue viendo la televisión, y toma el control remoto y cambia de canal. Zapping, le dicen. Y el zapping continúa hasta que en el televisor aparece la gente golpeándose e insultándose. Y los dos reímos. El personaje de la pantalla se levanta de su silla sólo para ir frente a su esposa a golpearla porque ella se ha burlado del pene tan pequeño que el ridiculizado hombre dice tener.

 

 

“¿Qué quieres comer?”, preguntan las piernas cruzadas. “¿Qué quieres comer tú?”, responde el pezón dormilón. Y de nuevo las piernas cruzadas: “No sé, lo que tú quieras”. Y la batalla de “qué quieres comer” comienza. Nunca dura más de veinte minutos. Juntos se decidirán por cualquiera de las opciones: pizza, tacos, sushi, baguettes o comida china. Pronto, eligen hablarle a los chinos. Él ya tiene los pies descalzos. Los pies buscan las chanclas azules de ella. Guiándose sólo por lo que sienten los dedos, cada pie encuentra su respectiva chancla. Se meten dentro de ellas. “Cómo quisiera hacer eso yo en ti”, me digo. Los pasos chancleados sobre el viejo piso de madera suenan junto con el grito de “!duro!, ¡duro!, ¡duro!” que el público del programa de televisión hace. El hombre sale del cuarto de tantas batallas, mirándose los pies, riéndose de encontrarlos nadando dentro de las chanclas. Una mujer del doble de su tamaño debía tener los pies del doble de su tamaño, también. Pero se las arregla echando los pies hasta delante de las chanclas y agarrándolas con los dedos de los pies en cada paso. De esa manera es como llega a la cocina, buscando algo. La alta mujer ve atenta la televisión y al mismo tiempo, con la mano izquierda, se rasca la parte interior del muslo y el pubis. Los pies dentro de las chanclas encuentran lo que buscaban en la cocina. Regresan al cuarto. Las manos del mismo cuerpo de los pies con chanclas toman el teléfono. El hombre marca el número que se encuentra en el bote que ha ido a tomar de la cocina. El pedido está hecho: media orden de chop suey con pollo, una orden de arroz frito con camarones y dos órdenes de rollos primavera. Los pies vuelven a hacer el recorrido hacia la cocina para dejar el bote. Y regresan al cuarto. Las chanclas caen al piso y el hombre cae en la cama. Es entonces cuando el dedo medio de él se hunde en el ombligo de ella. No sé de qué forma, pero logra que se haga vacío dentro del ombligo, y después retira el dedo velozmente. El movimiento va siempre acompañado de un leve sonido. A veces pienso que ese sonido se parece al sonido que hace una botella de vino cuando se le quita el corcho. A veces hasta botella de champagne llega a parecer. Y el juego de meter y sacar el dedo sólo para escuchar ese delicado sonido se repite. Y se repite. Y se repite. Y termina cuando comienzan los comerciales y ella puede prestarle atención e intenta hacerle a él lo mismo. “El tuyo no suena”, dice.  Y entonces continúo yo. Y sigo con el jueguito, alternando de panelista en panelista con el otro jueguito de tallarle la cara. Y mientras, la cabeza dueña de los pies descalzos, de la espalda y del cuerpo diminuto piensa: “Madres, ¿qué voy a hacer? ¿Le compro un anillo, nos vamos de viaje, me espero a su cumpleaños? ¿Podrá quedarse ese día completo conmigo? Pero tiene que ser todo el día y toda la noche. Sí, pero si nos vamos de viaje van a ser muchos días. Mmmm, pero entonces no voy a tener dinero para comprarle algo allá. Pinches chinos como se tardan, ya tengo hambre. Pero para qué pienso, si seguro en medio de todo el asunto me va a volver a quitar la mano. Amor, estás hermosa. Te ves tan divina cuando te acabas de despertar... Y me encanta cuando a veces me recibes en la puerta y te acabas de lavar los dientes sólo para besarme. ¿Por qué no te gusta? ¿No sientes rico? Ay, bebé...”.

 

Despacio, niños jugando

Despacio, niños jugando

Despacio, niños jugando. Pienso en lo que te diré mañana. ¿Qué te diré? ¿Qué haré? No lo sé, por eso es que lo estoy pensando. La luna brilla mucho, y me pregunto porqué está tan luminosa si los focos apuntan hacia mí y no hacia ella. ¿Qué es lo que tiene que la hace ser tan especial? Tampoco lo sé. Sólo espero que no se vuelva una costumbre viajar y tocarla, y estar en ella unos días y pasar las noches allá con ella. Porque eso especial que tiene se perderá cuando sea normal viajar a la luna. ¡Bah!, sólo estupideces. 
Mi cigarro está a la mitad, consumiéndose un poco más rápido debido al aire helado que sopla en esta noche solitaria de diciembre. 

Hasta ahorita no he visto ninguno. Hubiera sido bueno que pusieran el letrero diez o quince años atrás. Entonces habría servido de algo. Ahora somos pocos los que volvemos al jardín, no a jugar, sino a pensar y a recordar. 

Todavía no termino de leer el libro. Decidí que era mejor escribir. El año termina, y espero al próximo, para empezar desde el primer día a ser otro. Cambiaré todo, intentando ser igual. Cumpliré las promesas. Soñaré más. Trabajaré y estudiaré más, también. Trataré de no enamorarme pero, ¿valdrá la pena desperdiciar amores casuales? Creo que otra noche me lo tendrá que contestar. 

Ya debo dormir. El café está enfriándose. “La gloria eres tú” va a la mitad y mi cobertor eléctrico debe estar caliente ya. Hasta mañana sueños, hasta mañana vida, hasta mañana amor. Buenas noches. Vete con cuidado, despacio, habemos niños jugando.

Seducción :::

Seducción :::

Textos: chiq  

He escuchado muchas historias acerca de la relación que tienen el cielo, la luna y el mar. Ayer vi al cielo sobre ella, seduciéndola y cuidándola. Ella ama a los dos, pero hay noches en que es secuestrada por el cielo. Esas noches de luna nueva, el cielo la devora y se alimenta de su cuerpo, viviendo sus fantasías más alocadas. El mar no es celoso. Él tiene a las olas que, aunque constantes, están a merced de la luna y el viento. Es cuando la luna se acerca hasta casi tocarlo que éstas se excitan más, aumentan su tamaño, cambian de color y duplican su fuerza. Parece que se enfurecen de que la luna baje tanto para hablar con su amor. Se vuelven a calmar cuando, en esas noches en que la luna se escapa, se dan cuenta de que se encuentra lejos, y su amado descansa tranquilo entre ellas. Las olas lo tocan y lo acarician, lo avientan y lo golpean. Algunas son frías, otras más candentes, sólo depende de su estado de ánimo.

 Ayer los vi. Hoy no puedo imaginármelos. Sé que estarán allá, viviendo su amor, revolcándose y deseándose cada noche más y más, y más, más... Les aprendí algo: ¡les vale madres todo lo demás!