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Una noche en Nueva York

Una noche en Nueva York

Texto: by chiq 

Las luces calladas, las calles vacías, el frío, la noche. Salí del hotel un poco tarde, envuelto en varias chamarras, con guantes y un gorro para el frío. Mi calle era la 55, casi esquina con Broadway. Me despedí del recepcionista. Afuera del hotel había algunos andamios: estaban arreglando la fachada de los edificios contiguos. No le tomé importancia y caminé en el frío. De vez en cuando metía mis manos en los bolsillos. Otras veces las sacaba para cubrirme la cara con la chamarra. Las ráfagas de aire congelado se repetían muy seguido. Pisé todos los charcos que encontré a mi paso. Cuatro ideas me vinieron a la mente. Las dejé en paz. Los altos edificios casi no me dejaban ver el cielo. Pero no necesitaba verlo, estaba seguro de que seguía sobre mí.

       En las calles, las alcantarillas echaban vapor, los taxis corrían y cobraban caro. Había poca gente caminando a esa hora de la noche. Llegué a la calle 57. Crucé la acera para ir a la tiendita de enfrente. Las flores todavía lucían frescas. Había muchas, muchas, más de las que estaba acostumbrado a ver. Entré a la tienda, compré una Coca y unos Camel. Al salir, encendí un cigarro —tuve que quitarme uno de los guantes— y caminé hacia Times Square. Me quedé viendo por un momento todos los anuncios, los automóviles y la poca gente, los perdidos que habían salido del teatro y aún no decidían a dónde ir. Por un momento me imaginé como ellos: perdido. No lo estaba. Estaba en Nueva York.
      
       Llegué a la esquina de la calle 58. La 58 y Broadway. En el semáforo se detuvo una camioneta verde. Iba llena de sirenas. Conté siete. Traían las ventanillas abajo, y al verme todas soltaron una gran carcajada. Sonrieron. Se rieron. Ahí estaba yo, congelándome y fumando, perdido, y ellas, dentro de la camioneta, sonriéndome. Me pidieron que me acercara. Lo hice sin pensarlo. Mientras caminaba hacia ellas, me dieron un beso. Uno de esos, en los que se besan la mano y luego lo soplan, como aventándolo. El viento frío se lo llevó. No hice nada por recuperarlo. Sabía que después de ese vendrían más, muchos más.
      
       Llegué a la puerta de la camioneta. La niña que iba en el asiento delantero me pidió un cigarro. Mientras me quitaba el guante y sacaba el cigarro, le pregunté hacia dónde se dirigían. “We’re going out to the Spa”, dijo. Intentando hablar con mi mejor acento, le respondí: “Great, I’m going there too!”. “Wanna come with us?”, dijo, mientras yo encendía mi adorado encendedor —aquel que llevara por sobrenombre “el más rápido del Tec”—, y con él su cigarro. La puerta posterior se abrió. Dentro en la parte de atrás, viajaban cuatro niñas, todas bellísimas, maquilladas, perfumadas, listas para la diversión. Subí a la camioneta. La niña que conducía subió el volumen del estéreo, y cuando la luz del semáforo se puso verde, pisó el acelerador a fondo. Las llantas traseras rechinaron. Vi como el Marriott Marquis y todo Times Square desaparecían rápidamente en el espejo retrovisor.

       Diez minutos después estábamos afuera del Spa. Por fuera parece un edificio cualquiera. No tiene gran iluminación o anuncios. Sólo un pequeño símbolo: una gota de agua. Eso es todo. Pero esa gota puede significar tantas cosas...
      
       Éramos siete niñas y yo. Todos enseñamos nuestra “id” en la entrada. Después pasamos con Kenny, el travestí que está en la cadena. Sonrió al verme. Se acercó a mí y me dijo con un inglés un tanto gay: “Gettin’ lucky tonight, huh?”. “Hope so”, contesté. Me dio la mano, nos saludamos y todos entramos al lugar. Pagué 8 entradas. 120 dólares. La música se podía sentir desde las escaleras. Cada escalón, cada paso, era como subirle treinta decibeles a la música. Ya adentro, entregué mi chamarra a Debbie —una de las siete—, y fui a la barra por un martini para mí, y whiskies para ellas. Nos reunimos en el lobby principal diez minutos después. Se veían increíbles: pantalones ajustados más abajo de la cadera, faldas cortas, blusas con cuello halter, bodies, tops... Tenía para escoger. Platicamos de tonterías mientras fumábamos y bebíamos. Pronto, pude distinguir beats conocidos en el aire. Música conocida. Era Billy Jean.
      
       Terminé mi martini de un solo trago. Mis piernas comenzaron a moverse. Christy me tomó la mano y me llevó a la pista. Las seis restantes nos siguieron. Ahí estábamos los ocho, bailando al ritmo de ese exquisito mix de Michael Jackson. Después vinieron más canciones, más martinis, más whiskies. Cambios de pareja de baile, cigarros encendidos, diversión. Mi cuerpo sudaba, mi mente sudaba, mis piernas pedían descanso. En ese momento estaba bailando con Megan. Su cabello chino me impresionó desde que alcancé a verlo en aquella esquina de la 58 y Broadway. Fue lo primero que vi cuando la puerta trasera se abrió. Su largo y espeso cabello negro y chino. La tomé por el cuello y acerqué mi boca a su oído. Lentamente, calladamente, le susurré: “Hey, I need to rest a bit. Come on, let’s go”. “Ok”, contestó. Dejamos a las otras seis bailando entre cientos de personas.
      
       Encontramos un sillón vacío en el lobby. Mi mirada se perdió un momento en la hostess, una mujer altísima, de color, que portaba un diminuto vestido rojo entallado y un gorrito de Santa Claus. Megan notó mi ausencia. “Hey, I’m here...”. “Sorry, let me get some drinks. Same thing?”, pregunté. “Yes, please”. A esas alturas de la noche, ya tenía mi bartender preferida. Se llamaba Jen y tenía rasgos orientales. Después de que me daba las bebidas, le pagaba el total más 2 dólares de propina y algo que le escribía sobre una servilleta mientras ella llenaba los vasos. Al ver que me acercaba a la barra, Jen me gritaba, establecíamos contacto visual, me sonreía y me decía cualquier cosa: “Are you having fun? Is everything ok? I really like the things you’ve written to me, thanks!”. Regresé con Megan. Se veía cansada, así que le pregunté:
      
—“You look tired, hun.”
—“Oh, no, well, a little, yes.”

       Le entregué su whiskey. Brindamos, y ambos bebimos un largo trago. Pusimos las bebidas en una mesita, saqué los cigarros, encendí uno y se lo di. Después encendí uno para mí.

—“I really like your lighter. It’s nice.”, dijo.
—“I carry it everytime. It’s for good luck.”
—“Well, it’s working tonight…”
—“You think so?”
—“Come on, sit here…”

       Se hizo a un lado, me hizo una seña para que me sentara, fumé, me senté y ella se sentó sobre mí.

—“It’s better this way, don’t you think?”
—“Yeah, I guess…”

       Su cabello olía delicioso. Parecía que apenas había salido de bañarse. Su cuello. Su cabello. Su voz. Sus ojos. La música se fue alejando cada vez más. Sólo éramos Megan y yo. Y mi martini y su whiskey. Fue inevitable, volví a acercarme a su oído.

—“Still tired, hun?”
—“Yeah.”
—“Let me try something.”
      
       La empujé un poquito hacia adelante, para tener acceso a su espalda y a su cuello. Mis manos acariciaron su espalda, aún sudorosa. Subí la mano hasta el cuello. La nuca parecía un mar: salada y empapada. Quise hacer olas. Así que comencé a hacerle un masaje lento, no muy fuerte, sólo para acariciarla.

—“That feels great! Where did you learn to do that?”
—“It’s a gift. I just know the right way to do it.”
—“Well, you absolutely know how to do it…”

       Y seguí con el masaje. Sentí como su cuerpo agradecía el contacto. Sentí como casi se derretía con mis caricias. No había música. No había hostess vestida de Santa Claus. No había seis niñas más. No había Spa. Éramos sólo los dos. Los dos solos, el sillón, los tragos, mis manos y su piel. Tardé casi media hora en recorrer lentamente toda su espalda. Mis manos quedaron saladas. Le jalé el cabello para echarla de nuevo hacia atrás. Jalándole aún el cabello, acerqué mi boca a su aún más salado cuello y lo mordí. Después le mordí la oreja.

—“Sorry, I like to bite.”, dije.
—“Is there anything you CAN’T do?”
—“I can’t fly, but I’m trying, trying really hard. Maybe you could help me…”
      
       Megan volteó su cara, me vio a los ojos con una sonrisa coqueta y, entonces, sucedió. Nuestras bocas crearon el beso más sensual que he tenido. Le mordí los labios, me mordió los labios. Le jalé los labios, me jaló los labios. Y, entonces, logré sentir cómo nos empezamos a elevar del suelo. La gente se hacía más pequeña, la hostess ya no se veía alta. Megan y yo éramos los más altos de todo el Spa. Llegamos al techo. Ya no pude alcanzar mi martini. No me importó. La bebida que estaba tomando era más, mucho más relajante que el martini. Cuando bajamos, y tocamos el sillón de nuevo, Megan me susurró al oído.

—“I want to leave this place.”
—“But, your friends?”
—“Wait here, I’ll tell them, and I’ll get our coats.”

       Megan se levantó, se acomodó los pantalones y caminó hacia la pista, buscando a sus amigas. Me quedé con una sonrisa estúpida en la boca. Jugué con mi cigarro, me quemé. Jugué con la gota de martini que quedaba en la copa. La tiré. Mi sonrisa estúpida dibujaba mi cara. La gente me veía sonriendo estúpidamente. Y yo volvía a sonreír. Sonrisa estúpida. Megan llegó al fin. Traía su chamarra puesta, y la mía bajo el brazo. Se acercó a mí, me besó, tomó mi mano y me levantó. “Let’s go. Don’t worry, they already knew”.
      
       Salimos del lugar. Kenny aún seguía ahí. Dejé un instante a Megan sola, mientras me acercaba a Kenny para contarle brevemente, muy brevemente lo mágica que comenzaba a ser esa noche. “Magic happens here”, me dijo. Me despedí de él, prometiéndole que regresaría pronto.
      
       Había varios taxis afuera, esperando. Nos subimos a cualquiera. Hacía frío. Megan tomó mi mano. “55th and Broadway, please”, dije al chofer. Después vinieron siete minutos de besos y caricias. Siete minutos. Y el taxi se detuvo. Pagué con un billete de 10 dólares. Descendimos del inmenso taxi y abrí la puerta de la entrada del hotel. El recepcionista seguía ahí. Lo saludé de reojo. Me contestó con una sonrisa, asintiendo con la cabeza. Él, mejor que yo, sabía lo que me esperaba. Llegamos al elevador. La puerta se abrió inmediatamente. Entramos. Presioné el número cinco. La puerta se cerró y el elevador comenzó su lenta subida. Megan me volvió a besar. “I liked you the moment I saw you standing alone, freezing in the cold”, me dijo. La puerta se abrió en el quinto piso. Caminamos hasta mi habitación: la 504. Saqué la llave de la cartera, abrí la puerta, y me encontré con una habitación de ensueño. La cama blanca, enorme, con cobijas y almohadas de pluma de ganso, unas lamparitas de noche preciosas, y una sillita muy bonita. Megan se quitó la chamarra y la dejó sobre la sillita. Se tumbó en la cama. Nos quedamos viendo por un momento. Ambos teníamos la misma sonrisa estúpida. Estúpidos, eso éramos, un par de estúpidos. Dejé todo lo que traía en los bolsillos junto a una de las lamparitas. La encendí. También encendí un cigarro. Fumo mucho, lo sé. No importa, Megan también. Me pidió el cigarro, fumé de nuevo y se lo entregué. Entré al baño, me quité los zapatos y los calcetines, y toda la ropa que llevaba puesta en la parte superior. Enjuagué mi boca con un poco de Listerine, y salí del baño. Megan ya se había metido a la cama. Su ropa estaba allá aventada, en el suelo, cerca de la sillita. Apagué la luz principal del cuarto, dejando solamente la lucecita callada del buró. Me quité los pantalones y los acomodé en la sillita. Me metí a la cama junto con ella. Se acercó a mí, con la sonrisa estúpida, y dijo: “I want you”.
      
       Hicimos el amor toda la noche. La lucecita callada se quedó encendida todo el tiempo. Desperté a las 8. Megan seguía dormida. Fui al baño, me lavé la cara. Megan se despertó, seguía adormilada. “Where are you going Chiq?”. “I thought you might want a coffee”, le contesté. “That’ll be great”. Me vestí con la misma ropa de la noche anterior. Dejé la chamarra, tomé el gorro, besé a Megan y salí de la habitación. El recepcionista seguía ahí. Nos saludamos con una sonrisa, cómplices de lo que había sucedido. Salí del hotel. Caminé rumbo a Starbucks, para comprar los cafés. Di la media vuelta. Observé los andamios. Seguían arreglando la fachada de los edificios contiguos al hotel. Caminé, caminé y caminé, sonriendo estúpidamente en el frío. Era mi segundo día en Nueva York.
      
       Casi veinte minutos después encontré el Starbucks. Estaba lleno. Tuve que esperar otros tantos minutos a que me atendieran. Pedí dos mochaccinos grandes y un espresso sencillo. El exprés me lo tomé ahí. Cogí algunas bolsitas de azúcar, un par de tapas para los vasos, popotes y salí fumando de aquel café. El regreso no pudo ser tan apresurado como la ida. En esta ocasión tenía que cuidar que no se derramara ni una gota de los vasos. Cada gota implicaba una pérdida de cincuenta centavos de dólar, al menos. Ya no podía seguir gastando tanto. Así que me lo tomé con calma, evadiendo esta vez todos los charcos, las líneas sobre las banquetas y a las personas que me encontraba mendigando en el camino.
      
       Eran las nueve y media de la mañana cuando alcancé a ver de nuevo los andamios. El hotel estaba cerca. Megan me esperaba. Ansioso por llegar, apresuré mi paso. Tiré dos dólares en café. Desistí. Faltaban sólo unos metros para llegar. Cuando por fin me encontraba en la puerta del hotel, me di la media vuelta para abrirla con la espalda. Me costó trabajo hacerlo. No había nadie en la recepción, así que entré sin saludar. Me quité el guante con los dientes y presioné el botón del elevador para llamarlo. Tardó mucho en descender. El letrero marcaba el quinto piso. Después el cuarto. Después el tercero. Finalmente marcó una “L”, y la puerta se abrió. Salieron dos hombres, cargando una maleta enorme y muy pesada, pues cada uno la cargaba de un lado. Dejé que salieran y me metí. Presioné el número cinco. Megan me esperaba. Su cuello. Su cabello. Su voz. Sus ojos. La noche había sido magnífica. El lento ascensor abrió la puerta en el quinto piso. Caminé hacia mi habitación, silbando alegre, con el fin de avisarle a Megan que ya había llegado. Inserté la tarjeta para abrir la puerta. “I made it, at last!”, dije. Nadie me respondió. La cama estaba vacía. Dejé los vasos sobre el buró, y corrí al baño. “Megan? Are you there, hun?”. Megan no estaba. La habitación estaba vacía. La cama destendida, sus cabellos chinos en la almohada, la tina vacía, la sillita sin ropa... Era un hecho: Megan había desaparecido. Me entristecí mucho. Me preocupé. Regresé por mi café al buró. Tomé el vaso, abrí dos bolsitas de azúcar y se las eché al café. Fue entonces cuando vi una nota debajo de mi almohada:
      
“Chiq, sorry to leave you like this. Something serious happened. My friends called me. Christy is dead. Call you later, Megan.”
Nunca me llamó.

 

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